martes, 20 de diciembre de 2011

El tren de las 6

El tren de las seis

Las cuatro treinta de la tarde, aún faltan noventa minutos para el arribo del tren de las seis. La mujer gorda que espera en la esquina opuesta, golpea a su hija, le grita, su maquillaje vulgar me hace pensar en la leche que dejé derramada en la casa de Joel está mañana. La temperatura bajó otros tres grados, olvidé mi abrigo en el bar, seguro ahora lo tendrá puesto Lola, el grotesco travesti que sin pudor me sobaba las nalgas mientras yo bebía. El hombre sentado a mi lado me impacienta, su pie no para de moverse, parece que marcara exageradamente el tiempo. Anoche perdí la cabeza entre el humo y los tragos, supongo fui yo quien golpeó a Anet, aunque prefiero pensar que no fue así. Las cuatro treinta y siete, quizás si le pido al individuo que agite su pie con mayor vehemencia el tiempo pase más rápido. Un olor familiar inunda  la estación, es el terrible olor de los no lugares, una mezcla entre chanel y baño público. El vigilante me observa, no ha parado de mirar mis zapatos, estoy seguro de haber eliminado los rastros de sangre de mi ropa, pero él huele mi miedo, es como un viejo sabueso que me ausculta desde lejos porque ha detectado el olor a muerte, mi muerte, sabe que estoy muerto, que morí ayer mientras molía a golpes a la pobre Anett. Aún puedo sentir su cuerpo vulnerable ante mi fuerza. Colores, sus gritos fueron colores. La niña de la mujer obesa juega, salta de un lado otro, me estresa su voz chillante. Las  cuatro cuarenta y nueve, la temperatura sigue bajando. El vigilante se acerca al grupo de adolescentes que fuman y parlotean como si quisieran todos escucháramos sus voces. Muy seguramente les ha pedido que guarden silencio para poder escuchar como el corazón intenta escaparse de mi pecho, sé, él sabe soy culpable. Fui yo quien golpeó a Anett hasta dejarla inconsciente, sí fui yo, no puedo negármelo más.  Las  cuatro cincuenta y cinco, un sudor frío me estremece, la mujer vuelve a golpear a la niña mientras la reprende por no permanecer quieta. En la bocina anuncian la llegada del tren de las cinco. ¡Carajo! una hora más de angustiosa espera, debí considerar saltar a las vías una hora antes. El hombre de al lado me pregunta la hora, intenta torturarme, veo el placer que le produce mi angustia al mirar el reloj, no le contesto.  Joel se estará preguntando ahora mismo por mí, pensara que he huido. No está equivocado, pero esta vez no es temporal, no quiero afrontar la vida y huyo para no volver.  Me dirijo a la máquina de refrescos busco mis últimas monedas y  la ira vuelve a apoderarse de mí, se las ha tragado, la golpeo frenéticamente y siento al oficial a mi espalda, me toma por el hombro para pedirme calma.  Calma, calma, como se atreve a pedirle tal cosa a un condenado.  Mis ojos buscan los suyos, pretendo mirarlo hasta asfixiarlo con el odio de mi alma que se exaspera y se derrama por todo mi cuerpo, aprieto los puños y justo antes de atestar el puñetazo en su cara, una gota de lucidez me alcanza, no es conveniente dar a pie a una detención,  de esa forma seguiré sin poder pagar mi condena. Bajo la mirada y me alejo a tomar mi lugar nuevamente. Las cinco con diez minutos, ayer a esta hora Anet me besaba. Siento asco al recordar el sabor dulzón de su saliva.  Nunca entendí porque me amaba.  Una de las adolescente del grupo se sienta a mi lado, me sonríe  yo  evado el gesto y me concentro en observar mis manos.  No quiero justificar mis actos, no quiero salvarme, por el contrario, saltar es la única forma de acabar con el daño. La cinco con diecisiete minutos. La chica se ha cansado de mí indiferencia y se vuelve a incorporar al grupo de cacatúas que son sus amigos.  Es mentira que la adolescencia haya sido para mí un mejor tiempo, no comparto esa estúpida idea de  “tiempos pasados fueron mejores”, cada minuto de vida ha sido una porquería. Enciendo un cigarrillo, los primeros cinco segundos de nicotina recorriendo mi sistema nervioso me hacen temblar, un poco por la resaca, otro poco porqué serán los últimos cinco segundos que pueda sentir este efecto.  La ansiedad se acrecienta, un remolino de ideas confusas me atormenta, no siento miedo, sé muy bien lo que quiero y estoy a unos minutos de conseguirlo, no pregunto sobre cómo habría sido si… está es mi realidad y la asumo. Las cinco treinta y cuatro minutos, la mujer gorda pinturrajea desmedidamente su rostro, la niña se ha quedado dormida. Los adolescentes siguen conversando ruidosamente, como si realmente algo de lo que dijeran tuviera sentido. El vigilante sigue observándome, pero ya no me importa, ni él ni nadie puede detenerme en mi cometido. Miro el reloj, lo contemplo como deidad apocalíptica. La voz en la bocina pide a los pasajeros del tren de las seis preparar sus equipajes, en unos minutos arribara a la estación. Una excitación pueril me invade, se parece tanto a cuando fumé mi primer cigarrillo de mariguana. Después vinieron los polvos, las anfetas, las agujas, los hospitales, la abulia, los llantos, como si llorar valiera la pena en este mundo. Las cinco cuarenta y ocho, me dirijo a los sanitarios y observo por última vez mi rostro en el espejo.  Observo como fantasmas brotan de mi espalda, todos  y cada uno de los que me hicieron este ser miserable, mi madre y sus miles de amantes, mi padre y su  discurso de rectitud, mi abuela y su llanto incesante colmada de golpes de pecho, los profesores y sus discursos gastados sobre el saber y la vida, Joel y su complicidad suicida, Lola y los miles de espantapájaros en los que refugie el cuerpo, Anet y sus ojos suplicantes, su amor incondicional cuando yo menos la quería. Las  cinco cincuenta y nueve me dirijo al andén. Dispongo de unos segundos, escucho el silbato, ha llegado la hora. La voz en la bocina anuncia el arribo del tren, tomo impulso, salto, el impacto destroza cada uno de mis huesos, pero el dolor es momentáneo, puedo ver  mis despojos y sentir, al final tenía razón. La muerte es un orgasmo eterno.




El tren de las 6

18:11
El tren de las seis

Las cuatro treinta de la tarde, aún faltan noventa minutos para el arribo del tren de las seis. La mujer gorda que espera en la esquina opuesta, golpea a su hija, le grita, su maquillaje vulgar me hace pensar en la leche que dejé derramada en la casa de Joel está mañana. La temperatura bajó otros tres grados, olvidé mi abrigo en el bar, seguro ahora lo tendrá puesto Lola, el grotesco travesti que sin pudor me sobaba las nalgas mientras yo bebía. El hombre sentado a mi lado me impacienta, su pie no para de moverse, parece que marcara exageradamente el tiempo. Anoche perdí la cabeza entre el humo y los tragos, supongo fui yo quien golpeó a Anet, aunque prefiero pensar que no fue así. Las cuatro treinta y siete, quizás si le pido al individuo que agite su pie con mayor vehemencia el tiempo pase más rápido. Un olor familiar inunda  la estación, es el terrible olor de los no lugares, una mezcla entre chanel y baño público. El vigilante me observa, no ha parado de mirar mis zapatos, estoy seguro de haber eliminado los rastros de sangre de mi ropa, pero él huele mi miedo, es como un viejo sabueso que me ausculta desde lejos porque ha detectado el olor a muerte, mi muerte, sabe que estoy muerto, que morí ayer mientras molía a golpes a la pobre Anett. Aún puedo sentir su cuerpo vulnerable ante mi fuerza. Colores, sus gritos fueron colores. La niña de la mujer obesa juega, salta de un lado otro, me estresa su voz chillante. Las  cuatro cuarenta y nueve, la temperatura sigue bajando. El vigilante se acerca al grupo de adolescentes que fuman y parlotean como si quisieran todos escucháramos sus voces. Muy seguramente les ha pedido que guarden silencio para poder escuchar como el corazón intenta escaparse de mi pecho, sé, él sabe soy culpable. Fui yo quien golpeó a Anett hasta dejarla inconsciente, sí fui yo, no puedo negármelo más.  Las  cuatro cincuenta y cinco, un sudor frío me estremece, la mujer vuelve a golpear a la niña mientras la reprende por no permanecer quieta. En la bocina anuncian la llegada del tren de las cinco. ¡Carajo! una hora más de angustiosa espera, debí considerar saltar a las vías una hora antes. El hombre de al lado me pregunta la hora, intenta torturarme, veo el placer que le produce mi angustia al mirar el reloj, no le contesto.  Joel se estará preguntando ahora mismo por mí, pensara que he huido. No está equivocado, pero esta vez no es temporal, no quiero afrontar la vida y huyo para no volver.  Me dirijo a la máquina de refrescos busco mis últimas monedas y  la ira vuelve a apoderarse de mí, se las ha tragado, la golpeo frenéticamente y siento al oficial a mi espalda, me toma por el hombro para pedirme calma.  Calma, calma, como se atreve a pedirle tal cosa a un condenado.  Mis ojos buscan los suyos, pretendo mirarlo hasta asfixiarlo con el odio de mi alma que se exaspera y se derrama por todo mi cuerpo, aprieto los puños y justo antes de atestar el puñetazo en su cara, una gota de lucidez me alcanza, no es conveniente dar a pie a una detención,  de esa forma seguiré sin poder pagar mi condena. Bajo la mirada y me alejo a tomar mi lugar nuevamente. Las cinco con diez minutos, ayer a esta hora Anet me besaba. Siento asco al recordar el sabor dulzón de su saliva.  Nunca entendí porque me amaba.  Una de las adolescente del grupo se sienta a mi lado, me sonríe  yo  evado el gesto y me concentro en observar mis manos.  No quiero justificar mis actos, no quiero salvarme, por el contrario, saltar es la única forma de acabar con el daño. La cinco con diecisiete minutos. La chica se ha cansado de mí indiferencia y se vuelve a incorporar al grupo de cacatúas que son sus amigos.  Es mentira que la adolescencia haya sido para mí un mejor tiempo, no comparto esa estúpida idea de  “tiempos pasados fueron mejores”, cada minuto de vida ha sido una porquería. Enciendo un cigarrillo, los primeros cinco segundos de nicotina recorriendo mi sistema nervioso me hacen temblar, un poco por la resaca, otro poco porqué serán los últimos cinco segundos que pueda sentir este efecto.  La ansiedad se acrecienta, un remolino de ideas confusas me atormenta, no siento miedo, sé muy bien lo que quiero y estoy a unos minutos de conseguirlo, no pregunto sobre cómo habría sido si… está es mi realidad y la asumo. Las cinco treinta y cuatro minutos, la mujer gorda pinturrajea desmedidamente su rostro, la niña se ha quedado dormida. Los adolescentes siguen conversando ruidosamente, como si realmente algo de lo que dijeran tuviera sentido. El vigilante sigue observándome, pero ya no me importa, ni él ni nadie puede detenerme en mi cometido. Miro el reloj, lo contemplo como deidad apocalíptica. La voz en la bocina pide a los pasajeros del tren de las seis preparar sus equipajes, en unos minutos arribara a la estación. Una excitación pueril me invade, se parece tanto a cuando fumé mi primer cigarrillo de mariguana. Después vinieron los polvos, las anfetas, las agujas, los hospitales, la abulia, los llantos, como si llorar valiera la pena en este mundo. Las cinco cuarenta y ocho, me dirijo a los sanitarios y observo por última vez mi rostro en el espejo.  Observo como fantasmas brotan de mi espalda, todos  y cada uno de los que me hicieron este ser miserable, mi madre y sus miles de amantes, mi padre y su  discurso de rectitud, mi abuela y su llanto incesante colmada de golpes de pecho, los profesores y sus discursos gastados sobre el saber y la vida, Joel y su complicidad suicida, Lola y los miles de espantapájaros en los que refugie el cuerpo, Anet y sus ojos suplicantes, su amor incondicional cuando yo menos la quería. Las  cinco cincuenta y nueve me dirijo al andén. Dispongo de unos segundos, escucho el silbato, ha llegado la hora. La voz en la bocina anuncia el arribo del tren, tomo impulso, salto, el impacto destroza cada uno de mis huesos, pero el dolor es momentáneo, puedo ver  mis despojos y sentir, al final tenía razón. La muerte es un orgasmo eterno.




Read On 0 comentarios