No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Descubro que los objetos que me rodean no me pertenecen,
nada es mío. Alguna vez tuve la misma sensación al despertar una mañana soleada
en un cuarto de hotel, una luz molesta se colaba por entre las impecables cortinas
blancas de la habitación, el olor a sabanas nuevas y la sensación confortante
de la almohada de plumas me resultó desagradable, además no sabía dónde estaba,
en que parte del mundo había despertado esta vez, o peor aún, en qué mundo
imposible era menester integrarse a una cotidianidad ajena. El sentido de no
pertenencia es habitual en mi, nada me pertenece y yo no pertenezco por más
que me esfuerce en lograr lo contrario a
nada ni a nadie.
No es para alarmarse,
me digo una y mil veces; no seré, estoy segura de ello, ni la primera ni la
última que de pronto se descubre lejana,
ajena, impropia. El consuelo por lo general llega recorriendo mi cuerpo,
repasando mis ideas diciéndome en voz baja que yo soy mía. Hoy eso no basta, no
estoy segura de ello. La realidad me golpea, es un golpe certero que me deja en
el suelo sin saber siquiera si ese dolor que siento es autentico.
Habitar, ser habitable es un anhelo tan desgastante, es como
reunir de gota a gota una copa que se desearía estuviera desbordándose. Alguien
alguna vez me dijo, el problema es esperar, desear demasiado, tener grandes
expectativas. Anduve entonces algún tiempo
con la cabeza gacha y conformándome con eso que el no deseo podría ofrecerme. No
fui menos infeliz. La naturaleza, mi
naturaleza quiere, desea, espera. El problema está en saber qué.
Cada vez estoy más lejos de mí.