domingo, 2 de octubre de 2011

Princesas

Crecí bajo el apreciativo princesa, mi padre siempre me llamó así, hasta la fecha cuando suena el teléfono y es él, la pregunta que inaugura la llamada es ¿Cómo está mi princesa? Eso me hacía suponer que él era un rey y mi madre una reina, que vivíamos en un castillo y algún día vendría un príncipe a rescatarme.  Ahora sigue siendo lindo escuchar eso en su voz, es maravilloso sentirme la heredera de ese reino de amor y locura que construyeron ellos para mí, pero sé los príncipes no existen, los castillos quedaron atrás y la vida es distinta.   

                Una noche de sábado, rememorando la infancia  viendo Caballeros del Zodiaco y tomando un tinto olvidado, una reflexión quizás absurda viene a mi cabeza y cómo es natural o raro, lo plasmo en este espacio de debrayes y voces que gritan desde el fondo de las yemas de mis dedos. Cuando yo fui infante, como niña que soy, ser princesa era “la unidad mínima asequible”, la delicada fémina que esperaba por el gentil caballero que estuviera dispuesto a dar su reino por ella; la verdad nunca me compré la historia, pero no parecía tan inverosímil, incluso conforme crecí, vi un par de historias bajo ese talante, hermosas chicas casándose con atractivos jóvenes bien ponderados en la sociedad, teniendo hijos lindos y viviendo en  ese ensueño prefabricado culturalmente para las “princesas”.

                Nunca sentí envidia de ellas, pero siempre me sentí distinta, mis relaciones complicadas nunca han tenido más futuro que lo inmediato, quizás cuando me he enamorado he logrado vislumbrar un futuro a 1 año quizás 2, futuro que implica viajes, pasiones y locuras, nunca hijos, ni perros, ni casas con un tejado y una barda. Pero no es eso lo que me ocupa en las reflexiones de esta noche. Pensaba en mis conversaciones con adolescentes o en esas conversaciones raras que uno sin querer queriendo escucha en los vagones del metro entre jóvenes de una generación después. En mis tiempos de adolescente, ser  “puta” ser “perra” era un peyorativo por excelencia, un calificativo mordaz, que se daban las mujeres mismas para clasificar a las chicas que habían decidido, optado o aceptado conocer los placeres carnales, versus claro está, a las que optaban por cumplir con ese precepto moral  de llevar una vida casta, pura, conservar la virginidad hasta qué un anillo luciera en sus mano y un vestido blanco las esperara para entregarse por amor al caballero digno de poseerlas. Ahora es curioso ir por las calles bajando el volumen al ipod por un momento y escuchar a las niñas que salen del bachillerato hablando de manera abierta y desinhibida de sus experiencias sexuales, o conversar unos minutos con adolescentes que se autodenominan orgullosamente “perras”.

                Es complicado clasificar, de hecho no habría porque hacer tal cosa, pero como humanoide femenino del planeta me atrae  inevitablemente la reflexión ante la evolución de los preceptos, las implicaciones del catálogo, ser “princesa”  o ser “perra”, la princesa espera, la perra va, la princesa es intocable, la otra todo puede tocarlo, la primera ama incondicionalmente, la segunda nunca se entrega ergo, nunca ama. Que complicado, pareciera que las dimensiones del amor para las mujeres siguen siendo ajenas, parece que saltamos de ser objeto para ser utilitarias; siento, presiento que hablando desde este territorio del género la felicidad sigue siendo inalcanzable, porque o lo entregas todo o sólo lo utilizas.

                Es quizás este el punto más arraigado de mi pleito con la diferencia, por qué habríamos de vetar una u otra parte, porque no reconocernos humanos todos, deseantes, amantes, dueños de un cuerpo que anhela sentirse dueño, esclavo, lascivo, poseído, propio, ajeno, pero también de un corazón, latiente, vulnerable, multifacético, viviente, amante.

                Reitero, es complicado, siempre me supe diferente, pero me gusta saberme princesa, nunca he esperado un príncipe que me rescate, pero me encantaría compartir mi reino con alguien a quien mire a los ojos y me reconozca y le reconozca, amante deseante loco, etc.

                Quizás la final de todo no sea un problema de género, sino de humanidad, de los que entendemos y vemos distinto, a los que los estereotipos no nos van, porque no somos ni perras ni princesas, ni machos ni maricas, sino humanos, buscando sentir placer, amor deseo, locura desbordándose por los poros y diciendo estás aquí te siento, no importa mañana, no importa nunca, importa hoy, y quizás está noche sea una o quizás sean el resto de mis noches, pero es por eso que tiene sentido estar aquí.

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Crecí bajo el apreciativo princesa, mi padre siempre me llamó así, hasta la fecha cuando suena el teléfono y es él, la pregunta que inaugura la llamada es ¿Cómo está mi princesa? Eso me hacía suponer que él era un rey y mi madre una reina, que vivíamos en un castillo y algún día vendría un príncipe a rescatarme.  Ahora sigue siendo lindo escuchar eso en su voz, es maravilloso sentirme la heredera de ese reino de amor y locura que construyeron ellos para mí, pero sé los príncipes no existen, los castillos quedaron atrás y la vida es distinta.   

                Una noche de sábado, rememorando la infancia  viendo Caballeros del Zodiaco y tomando un tinto olvidado, una reflexión quizás absurda viene a mi cabeza y cómo es natural o raro, lo plasmo en este espacio de debrayes y voces que gritan desde el fondo de las yemas de mis dedos. Cuando yo fui infante, como niña que soy, ser princesa era “la unidad mínima asequible”, la delicada fémina que esperaba por el gentil caballero que estuviera dispuesto a dar su reino por ella; la verdad nunca me compré la historia, pero no parecía tan inverosímil, incluso conforme crecí, vi un par de historias bajo ese talante, hermosas chicas casándose con atractivos jóvenes bien ponderados en la sociedad, teniendo hijos lindos y viviendo en  ese ensueño prefabricado culturalmente para las “princesas”.

                Nunca sentí envidia de ellas, pero siempre me sentí distinta, mis relaciones complicadas nunca han tenido más futuro que lo inmediato, quizás cuando me he enamorado he logrado vislumbrar un futuro a 1 año quizás 2, futuro que implica viajes, pasiones y locuras, nunca hijos, ni perros, ni casas con un tejado y una barda. Pero no es eso lo que me ocupa en las reflexiones de esta noche. Pensaba en mis conversaciones con adolescentes o en esas conversaciones raras que uno sin querer queriendo escucha en los vagones del metro entre jóvenes de una generación después. En mis tiempos de adolescente, ser  “puta” ser “perra” era un peyorativo por excelencia, un calificativo mordaz, que se daban las mujeres mismas para clasificar a las chicas que habían decidido, optado o aceptado conocer los placeres carnales, versus claro está, a las que optaban por cumplir con ese precepto moral  de llevar una vida casta, pura, conservar la virginidad hasta qué un anillo luciera en sus mano y un vestido blanco las esperara para entregarse por amor al caballero digno de poseerlas. Ahora es curioso ir por las calles bajando el volumen al ipod por un momento y escuchar a las niñas que salen del bachillerato hablando de manera abierta y desinhibida de sus experiencias sexuales, o conversar unos minutos con adolescentes que se autodenominan orgullosamente “perras”.

                Es complicado clasificar, de hecho no habría porque hacer tal cosa, pero como humanoide femenino del planeta me atrae  inevitablemente la reflexión ante la evolución de los preceptos, las implicaciones del catálogo, ser “princesa”  o ser “perra”, la princesa espera, la perra va, la princesa es intocable, la otra todo puede tocarlo, la primera ama incondicionalmente, la segunda nunca se entrega ergo, nunca ama. Que complicado, pareciera que las dimensiones del amor para las mujeres siguen siendo ajenas, parece que saltamos de ser objeto para ser utilitarias; siento, presiento que hablando desde este territorio del género la felicidad sigue siendo inalcanzable, porque o lo entregas todo o sólo lo utilizas.

                Es quizás este el punto más arraigado de mi pleito con la diferencia, por qué habríamos de vetar una u otra parte, porque no reconocernos humanos todos, deseantes, amantes, dueños de un cuerpo que anhela sentirse dueño, esclavo, lascivo, poseído, propio, ajeno, pero también de un corazón, latiente, vulnerable, multifacético, viviente, amante.

                Reitero, es complicado, siempre me supe diferente, pero me gusta saberme princesa, nunca he esperado un príncipe que me rescate, pero me encantaría compartir mi reino con alguien a quien mire a los ojos y me reconozca y le reconozca, amante deseante loco, etc.

                Quizás la final de todo no sea un problema de género, sino de humanidad, de los que entendemos y vemos distinto, a los que los estereotipos no nos van, porque no somos ni perras ni princesas, ni machos ni maricas, sino humanos, buscando sentir placer, amor deseo, locura desbordándose por los poros y diciendo estás aquí te siento, no importa mañana, no importa nunca, importa hoy, y quizás está noche sea una o quizás sean el resto de mis noches, pero es por eso que tiene sentido estar aquí.
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