Día 13
Como es costumbre, los domingos se despierta buscando el
clavo de dónde colgarse, o por lo menos colgar los recuerdos, poner el
sentimiento a orear, esperar que el dolor en la herida amaine y el lunes todo
vuelva a comenzar. Ordenar las habitaciones, organizar los archivos, escribir
como quien tiene vocación suicida. Es domingo, las palabras a raudales
arrebatan las razones y nunca queda plasmada la infinita tristeza que el
corazón habita. La visión onírica del
falso recuerdo perturba la mañana, se llega al medio día sin entender qué sitio
era ese que por la noche se recorrió; la señal se difumina y la confusión
regresa. No valen los motivos, no vale
la distancia, un número grabado en el índice derecho que se marca
involuntariamente y una voz somnolienta y cansada que responde, sin decir nada que alivie, detiene el violento
devenir del domingo. Después sólo el silencio, un silencio chaikovskiano a
causa de un vecino músico, un silencio de campanas que insistentemente llaman a
los fieles a misa, un silencio de niños que corren por el callejón, un silencio
de perros que ladran en alguna azotea, un silencio que guarda lastimosamente
todo lo que se dijo y lo que se quedó por decir. Se libera el domingo y su peso inefable atribula cualquier cavilación que osara
ponerte a salvo.
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