domingo, 8 de junio de 2014

Es domingo...


Día 13

Como es costumbre, los domingos se despierta buscando el clavo de dónde colgarse, o por lo menos colgar los recuerdos, poner el sentimiento a orear, esperar que el dolor en la herida amaine y el lunes todo vuelva a comenzar. Ordenar las habitaciones, organizar los archivos, escribir como quien tiene vocación suicida. Es domingo, las palabras a raudales arrebatan las razones y nunca queda plasmada la infinita tristeza que el corazón habita.  La visión onírica del falso recuerdo perturba la mañana, se llega al medio día sin entender qué sitio era ese que por la noche se recorrió; la señal se difumina y la confusión regresa. No valen los motivos, no vale  la distancia, un número grabado en el índice derecho que se marca involuntariamente y una voz somnolienta y cansada que responde,  sin decir nada que alivie, detiene el violento devenir del domingo. Después sólo el silencio, un silencio chaikovskiano a causa de un vecino músico, un silencio de campanas que insistentemente llaman a los fieles a misa, un silencio de niños que corren por el callejón, un silencio de perros que ladran en alguna azotea, un silencio que guarda lastimosamente todo lo que se dijo y lo que se quedó por decir.  Se libera el domingo y su peso inefable  atribula cualquier cavilación que osara ponerte a salvo.

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Es domingo...


Día 13

Como es costumbre, los domingos se despierta buscando el clavo de dónde colgarse, o por lo menos colgar los recuerdos, poner el sentimiento a orear, esperar que el dolor en la herida amaine y el lunes todo vuelva a comenzar. Ordenar las habitaciones, organizar los archivos, escribir como quien tiene vocación suicida. Es domingo, las palabras a raudales arrebatan las razones y nunca queda plasmada la infinita tristeza que el corazón habita.  La visión onírica del falso recuerdo perturba la mañana, se llega al medio día sin entender qué sitio era ese que por la noche se recorrió; la señal se difumina y la confusión regresa. No valen los motivos, no vale  la distancia, un número grabado en el índice derecho que se marca involuntariamente y una voz somnolienta y cansada que responde,  sin decir nada que alivie, detiene el violento devenir del domingo. Después sólo el silencio, un silencio chaikovskiano a causa de un vecino músico, un silencio de campanas que insistentemente llaman a los fieles a misa, un silencio de niños que corren por el callejón, un silencio de perros que ladran en alguna azotea, un silencio que guarda lastimosamente todo lo que se dijo y lo que se quedó por decir.  Se libera el domingo y su peso inefable  atribula cualquier cavilación que osara ponerte a salvo.
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