Los veranos de mi infancia, los pasé en una hamaca, entre el cacaraquear de las gallinas y los mujidos de las vacas, comiendo naranjas agrías y escuchando la interminable historia de Juan el huevón. La sesión comenzaba cuando llegaba la hora de desgranar las mazorcas que más tarde serían ezquites, tortillas, atole, comida para los pollos y con un poco de suerte quizás Pozole. A todos los invitados por no decir obligados a estar en tal sesión, se les daba una piedra de olote ( que en realidad no es una piedra, pero la llamaremos así respetando las costumbres de la Quesera, lugar encantado del sur de Guanajuato, donde habitaban mis abuelos).
El procedimiento era el mismo, primero, el silencio que exigía concentración para que ningún dedo saliera herido, después de no más cinco minutos, lo habíamos conseguido , ya podíamos hablar, habíamos alcanzado un punto de concentración tal que la conversación podía fluir sin riesgo de triturar la piel entre la piedra y los granos. La abuela silbaba una vieja y desgarrante canción, don Arcadio buscaba la letra y el tono para acompañarle, mientras yo les observaba, intentando descifrar aquel código secreto, esa comunión que se daba entre esos seres que ya nunca se tocaban.
El primer intermedio de ese extraño ritual del maíz venia cuando yo comenzaba a quejarme de las ampollas y el cansancio, cesaban los cantos, paraba un minuto el trabajo, la abuela besaba mis manos y auguraba q ese no sería mi camino:" tú no estás hecha para el trabajo del rancho" Entonces don Arcadio gruñía, murmuraba un par de maldiciones en contra de los nuevos métodos de crianza, que hacían a las mujeres tan frágiles y quejumbrosas, la abuela me decía que no le hiciera mucho caso y él para contrariarla comenzaba a contar historias.
El polvo en la memoria no me permite recordar con exactitud todas, pero recuerdo la más recurrente: La historia de Juan el huevón. Juan vivía en la vieja hacienda de Tupataro, era hijo de doña Tacha la criada principal de la hacienda, Juan nunca fue un tipo muy despierto, de su vida no hacía gran cosa, así que su madre cansada de verlo dormitar entre los mezquitales, lo mando a buscar mejor suerte. Le dio los zapatos buenos, el sombrero que había sido de su padre y un morral con dos huevos, unos dados y una brújula. Juan dejo la hacienda, sin saber bien a donde se dirigía, recorrió las veredas y caminos, soñando bajo las estrellas, adoptó al palomo para compañero de viaje y q un buen día llego a la hacienda de Los Naranjos, donde se enamoro perdidamente de la hija del hacendado, entonces dejo de ser Juan el huevón y vivió muchas aventuras en pos de su amor...
El problema era q siempre q llegaba a esta parte de la historia, don Arcadio estaba eufórico lanzando olotes por todos lados para acabar con los murciélagos del cerro, brincaba sobre su silla q en realidad era una balsa en la que atravesaba el río, le decía palomo al gallo y todo eso terminaba en un gran desastre y un ceño fruncido, sí el de la abuela, quien ordenaba no quedara ni un solo grano fuera de la tina, entonces don Arcadio volvía a la realidad, asumía su castigo y dejaba la historia para otro día.
Y así pasaron los veranos insistiendo en conocer el final de aquella historia. El tiempo que no perdona paso, poco a poco y sin notarlo, fui creciendo y perdiendo el interés en aquel viejito loco, que comenzaba a perder la vista, que ya no podía brincar sobre su silla y que cada vez pasaba más tiempo en cama.
La ultima vez q lo vi, fue en ese mismo patio de la infancia, ya sin gallinas pero siempre con naranjas agrias, estaba sentado de frente al sol, con su sombrero puesto y su sonrisa camuflajeada de mal gesto, hacia ya bastante tiempo que los rituales de maíz no eran más q un recuerdo. Me senté a su lado y le pregunté por su estado, su rostro se me mostro de pronto extraño, sus labios no se movían pero sus manos buscaban algo, sacó de su bolsillo izquierdo un objeto y lo colocó en mi mano. fue la primera vez q vi tan cerca las manos de mi abuelo, eran tan grandes, tan duras q no aceptaban caricias pero ese día me dejo tocarlas, me dejo por un instante perderme en sus líneas, explorar en sus uñas, las arrugas pintaban sendas que hablaban en silencio del camino andado por mi abuelo.
Puso una brújula en mis manos y me dijo al oído:" esta misma que tú tienes ahora en tus manos, fue la que llevo a Juan hasta los naranjos, donde se casó con Esperanza, consérvala para que nunca te pierdas, no le digas a tu abuela, porque ya ves como se enoja."
Se despidió de mí, me prometió morir de pie, como los árboles y meses más tarde cumplió su promesa. Nunca supe cómo es que Juan termino casándose con Esperanza, que paso con los naranjos, con el palomo, nunca supe que tanto de lo que contaba don Arcadio era cierto y que tanto lo inventaba, pero siempre que me siento perdida busco mi vieja brújula, para buscar mi norte y recordar por un momento la manos de don Arcadio, mi abuelo.
4 visiones de otros espejos:
Esta historia, tiene también parte de mi infancia.
Alo alo!
Me ha agradado bastante la historia, llena de un colorido especial. Gracias por tu coment.
Andaré por aquí. (:
comentario
Adolfina eres tú, o ella, o aquella, Adolfina tiene parte de ti y de ella.
Ha sido divertido imaginarla, ahora la liberaré, poco poco para no morir al darle vida.
A mí me cayó bien el gruñido de Don Arcadio.
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