miércoles, 5 de mayo de 2010

Las manos de mi abuelo


Los veranos de mi infancia, los pasé  en una hamaca, entre el cacaraquear de las  gallinas  y los mujidos de las vacas,  comiendo  naranjas agrías  y escuchando la interminable historia  de Juan el huevón. La sesión comenzaba  cuando llegaba la hora  de desgranar las mazorcas que más tarde serían ezquites, tortillas,  atole, comida para los  pollos  y con un poco de suerte  quizás  Pozole. A  todos los  invitados por no decir obligados a estar en tal sesión, se les daba   una piedra de olote ( que en realidad  no es  una piedra, pero la  llamaremos así respetando las costumbres de la Quesera,  lugar encantado del sur de Guanajuato, donde habitaban mis abuelos). 
El procedimiento era el mismo, primero, el silencio que exigía concentración para que ningún dedo saliera herido,  después de  no más  cinco minutos,  lo habíamos conseguido , ya   podíamos hablar, habíamos alcanzado un punto de  concentración tal  que   la conversación podía fluir  sin  riesgo de triturar  la piel  entre  la  piedra  y los  granos.  La abuela silbaba una vieja  y desgarrante canción, don Arcadio  buscaba la  letra  y el tono para acompañarle, mientras  yo les observaba, intentando   descifrar aquel  código secreto, esa comunión que se  daba entre esos seres que  ya nunca se  tocaban.
El primer intermedio de ese extraño  ritual del maíz  venia cuando yo comenzaba a quejarme de las ampollas y el cansancio, cesaban los cantos, paraba un minuto  el trabajo, la abuela besaba mis manos  y auguraba  q ese no sería mi camino:" tú no estás hecha para el trabajo del rancho"  Entonces don Arcadio gruñía, murmuraba un par de maldiciones en contra de los nuevos métodos de crianza, que hacían a las mujeres tan frágiles y quejumbrosas, la abuela me decía que no le hiciera mucho caso y él para contrariarla comenzaba a contar historias.
El polvo en la memoria no me  permite recordar  con exactitud todas,  pero recuerdo la más recurrente: La historia de Juan el huevón. Juan vivía en la vieja hacienda de Tupataro, era hijo de doña Tacha la criada principal de la hacienda, Juan nunca fue un tipo muy despierto, de su vida no hacía gran cosa,  así que su madre cansada de verlo dormitar entre los mezquitales, lo mando a buscar mejor suerte. Le dio los zapatos buenos, el sombrero que había sido de su padre y un morral con dos huevos, unos  dados y una brújula. Juan dejo la hacienda, sin saber bien a donde se dirigía, recorrió  las veredas  y caminos, soñando bajo las estrellas, adoptó al palomo  para compañero de  viaje y q un buen día llego a la hacienda de Los Naranjos, donde se enamoro perdidamente de la hija del hacendado, entonces dejo de ser Juan el huevón y vivió muchas aventuras en pos de su amor...
El problema  era q siempre q llegaba a esta parte de la historia, don Arcadio estaba  eufórico  lanzando olotes por todos lados para acabar con los murciélagos del cerro, brincaba sobre su silla  q en realidad era una balsa en la que  atravesaba el río,  le  decía palomo al gallo  y todo eso terminaba en un gran desastre y un ceño fruncido, sí  el  de la abuela, quien ordenaba  no quedara ni un solo grano  fuera de la tina, entonces don Arcadio  volvía a la realidad, asumía su castigo y dejaba la  historia  para  otro día.
Y así pasaron los veranos  insistiendo en conocer  el final de aquella   historia. El tiempo que no perdona paso, poco a poco y sin notarlo, fui creciendo  y perdiendo el interés en aquel viejito loco, que  comenzaba a perder la vista, que ya no podía brincar sobre su silla y que cada vez pasaba más tiempo en cama.
La ultima vez q lo vi,  fue en ese mismo patio de la  infancia, ya sin gallinas pero siempre  con naranjas agrias, estaba sentado de frente al sol, con su sombrero puesto y su sonrisa  camuflajeada de  mal gesto, hacia  ya bastante tiempo que los rituales de  maíz  no eran más q un recuerdo. Me senté a su lado y le pregunté por su estado, su rostro se me mostro de pronto  extraño, sus labios no se movían  pero sus  manos buscaban algo, sacó de  su bolsillo izquierdo un objeto  y lo colocó en  mi mano. fue la  primera vez q vi tan cerca las  manos de  mi abuelo, eran tan grandes,  tan duras q no aceptaban caricias pero ese día me dejo tocarlas,  me dejo por un instante perderme en sus  líneas, explorar en sus uñas, las  arrugas  pintaban sendas  que hablaban en silencio del  camino andado por   mi abuelo.
Puso  una  brújula en mis manos  y me dijo al oído:" esta misma  que tú tienes ahora en tus manos, fue la que llevo a Juan hasta los naranjos, donde se casó con Esperanza, consérvala para que nunca te  pierdas, no le digas a tu abuela, porque ya ves como se enoja."
Se despidió de  mí, me prometió morir de pie, como los árboles   y meses más tarde  cumplió su  promesa.  Nunca supe cómo es que Juan  termino casándose con Esperanza, que paso con los naranjos, con el palomo, nunca supe que tanto de lo que contaba don Arcadio era cierto y que tanto lo inventaba, pero siempre que me siento perdida busco mi vieja brújula, para buscar mi norte y recordar por un momento la manos de don Arcadio, mi abuelo.

4 visiones de otros espejos:

María dijo...

Esta historia, tiene también parte de mi infancia.

Jess Aguirre dijo...

Alo alo!

Me ha agradado bastante la historia, llena de un colorido especial. Gracias por tu coment.

Andaré por aquí. (:

Anónimo dijo...

comentario

Marcopolo dijo...

Adolfina eres tú, o ella, o aquella, Adolfina tiene parte de ti y de ella.
Ha sido divertido imaginarla, ahora la liberaré, poco poco para no morir al darle vida.

A mí me cayó bien el gruñido de Don Arcadio.

Las manos de mi abuelo


Los veranos de mi infancia, los pasé  en una hamaca, entre el cacaraquear de las  gallinas  y los mujidos de las vacas,  comiendo  naranjas agrías  y escuchando la interminable historia  de Juan el huevón. La sesión comenzaba  cuando llegaba la hora  de desgranar las mazorcas que más tarde serían ezquites, tortillas,  atole, comida para los  pollos  y con un poco de suerte  quizás  Pozole. A  todos los  invitados por no decir obligados a estar en tal sesión, se les daba   una piedra de olote ( que en realidad  no es  una piedra, pero la  llamaremos así respetando las costumbres de la Quesera,  lugar encantado del sur de Guanajuato, donde habitaban mis abuelos). 
El procedimiento era el mismo, primero, el silencio que exigía concentración para que ningún dedo saliera herido,  después de  no más  cinco minutos,  lo habíamos conseguido , ya   podíamos hablar, habíamos alcanzado un punto de  concentración tal  que   la conversación podía fluir  sin  riesgo de triturar  la piel  entre  la  piedra  y los  granos.  La abuela silbaba una vieja  y desgarrante canción, don Arcadio  buscaba la  letra  y el tono para acompañarle, mientras  yo les observaba, intentando   descifrar aquel  código secreto, esa comunión que se  daba entre esos seres que  ya nunca se  tocaban.
El primer intermedio de ese extraño  ritual del maíz  venia cuando yo comenzaba a quejarme de las ampollas y el cansancio, cesaban los cantos, paraba un minuto  el trabajo, la abuela besaba mis manos  y auguraba  q ese no sería mi camino:" tú no estás hecha para el trabajo del rancho"  Entonces don Arcadio gruñía, murmuraba un par de maldiciones en contra de los nuevos métodos de crianza, que hacían a las mujeres tan frágiles y quejumbrosas, la abuela me decía que no le hiciera mucho caso y él para contrariarla comenzaba a contar historias.
El polvo en la memoria no me  permite recordar  con exactitud todas,  pero recuerdo la más recurrente: La historia de Juan el huevón. Juan vivía en la vieja hacienda de Tupataro, era hijo de doña Tacha la criada principal de la hacienda, Juan nunca fue un tipo muy despierto, de su vida no hacía gran cosa,  así que su madre cansada de verlo dormitar entre los mezquitales, lo mando a buscar mejor suerte. Le dio los zapatos buenos, el sombrero que había sido de su padre y un morral con dos huevos, unos  dados y una brújula. Juan dejo la hacienda, sin saber bien a donde se dirigía, recorrió  las veredas  y caminos, soñando bajo las estrellas, adoptó al palomo  para compañero de  viaje y q un buen día llego a la hacienda de Los Naranjos, donde se enamoro perdidamente de la hija del hacendado, entonces dejo de ser Juan el huevón y vivió muchas aventuras en pos de su amor...
El problema  era q siempre q llegaba a esta parte de la historia, don Arcadio estaba  eufórico  lanzando olotes por todos lados para acabar con los murciélagos del cerro, brincaba sobre su silla  q en realidad era una balsa en la que  atravesaba el río,  le  decía palomo al gallo  y todo eso terminaba en un gran desastre y un ceño fruncido, sí  el  de la abuela, quien ordenaba  no quedara ni un solo grano  fuera de la tina, entonces don Arcadio  volvía a la realidad, asumía su castigo y dejaba la  historia  para  otro día.
Y así pasaron los veranos  insistiendo en conocer  el final de aquella   historia. El tiempo que no perdona paso, poco a poco y sin notarlo, fui creciendo  y perdiendo el interés en aquel viejito loco, que  comenzaba a perder la vista, que ya no podía brincar sobre su silla y que cada vez pasaba más tiempo en cama.
La ultima vez q lo vi,  fue en ese mismo patio de la  infancia, ya sin gallinas pero siempre  con naranjas agrias, estaba sentado de frente al sol, con su sombrero puesto y su sonrisa  camuflajeada de  mal gesto, hacia  ya bastante tiempo que los rituales de  maíz  no eran más q un recuerdo. Me senté a su lado y le pregunté por su estado, su rostro se me mostro de pronto  extraño, sus labios no se movían  pero sus  manos buscaban algo, sacó de  su bolsillo izquierdo un objeto  y lo colocó en  mi mano. fue la  primera vez q vi tan cerca las  manos de  mi abuelo, eran tan grandes,  tan duras q no aceptaban caricias pero ese día me dejo tocarlas,  me dejo por un instante perderme en sus  líneas, explorar en sus uñas, las  arrugas  pintaban sendas  que hablaban en silencio del  camino andado por   mi abuelo.
Puso  una  brújula en mis manos  y me dijo al oído:" esta misma  que tú tienes ahora en tus manos, fue la que llevo a Juan hasta los naranjos, donde se casó con Esperanza, consérvala para que nunca te  pierdas, no le digas a tu abuela, porque ya ves como se enoja."
Se despidió de  mí, me prometió morir de pie, como los árboles   y meses más tarde  cumplió su  promesa.  Nunca supe cómo es que Juan  termino casándose con Esperanza, que paso con los naranjos, con el palomo, nunca supe que tanto de lo que contaba don Arcadio era cierto y que tanto lo inventaba, pero siempre que me siento perdida busco mi vieja brújula, para buscar mi norte y recordar por un momento la manos de don Arcadio, mi abuelo.
4 comentarios:

Esta historia, tiene también parte de mi infancia.


Alo alo!

Me ha agradado bastante la historia, llena de un colorido especial. Gracias por tu coment.

Andaré por aquí. (:


comentario


Adolfina eres tú, o ella, o aquella, Adolfina tiene parte de ti y de ella.
Ha sido divertido imaginarla, ahora la liberaré, poco poco para no morir al darle vida.

A mí me cayó bien el gruñido de Don Arcadio.