miércoles, 6 de enero de 2010

Segunda entrega

II. Para no volver

Después de una pesada jornada en  la mina, Aldo se desprendía de la ropa de trabajo y se retiraba sin despedirse de nadie, nunca fue un  muchacho sociable, vivía solo a las  orillas  del pueblo, en las faldas de la montaña, a no ser porque toda su vida la había  dedicado al  trabajo en la mina, nadie se percataría de su existencia; su madre murió en brazos de una comadrona al darle a luz, su padre de cirrosis algunos años más tarde, Aldo con solo ocho años y sin más posesión que la vieja choza, abandono  los  juegos infantiles  para emplearse en la mina picando  piedra. Habían pasado   ya dieciséis años,  desde que él consagrara su vida a esa monótona rutina, el mismo ir y venir hasta las minas sin despegar la mirada del suelo para no encontrarse con la de otro, q quisiera saludarle o brindarle compasión,  la soledad y la dureza en su carácter eran sus mejores aliados. Tomaba cada viernes el sobre con su pago, pasaba por la tienda del  pueblo compraba lo necesario y ahorraba el resto, ahorraba cada centavo, así lo había hecho desde el inicio, con la firme convicción de q al llegar los 25, abandonaría la choza y el polvoriento pueblo para ir a la ciudad.  Deseaba ser hombre de mundo, conocer los edificios de los q alguna vez le hablo su padre, conocer,  el mundo tenia q ser mas grande q ese diminuto pueblo.

El año transcurrió sin contratiempos, el día por fin llego, Aldo cumplía veinticinco años, el silbato de salida sonó como cada tarde, no así para Aldo, para él era el sonido q marcaba el fin y el inicio, tomo el sobre con su pago y por primera vez levanto la vista al caminar, recorrió las calles con una sonrisa q nadie antes le había visto; al llegar a casa busco bajo la cama el frasco con los ahorros de toda una vida y la caja q guardaba el anacrónico traje de su padre, aseo su cuerpo e intento alinear sus largos cabellos, afeito su  barba y vistió con gran emoción el viejo traje, tomo la garrafa con el combustible y sin titubeo alguno prendió fuego a la choza,    se alejo a toda prisa sin mirar nunca atrás, era su única carta, no sabía que le depararía la suerte, pero estaba seguro de no volver

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Segunda entrega

II. Para no volver

Después de una pesada jornada en  la mina, Aldo se desprendía de la ropa de trabajo y se retiraba sin despedirse de nadie, nunca fue un  muchacho sociable, vivía solo a las  orillas  del pueblo, en las faldas de la montaña, a no ser porque toda su vida la había  dedicado al  trabajo en la mina, nadie se percataría de su existencia; su madre murió en brazos de una comadrona al darle a luz, su padre de cirrosis algunos años más tarde, Aldo con solo ocho años y sin más posesión que la vieja choza, abandono  los  juegos infantiles  para emplearse en la mina picando  piedra. Habían pasado   ya dieciséis años,  desde que él consagrara su vida a esa monótona rutina, el mismo ir y venir hasta las minas sin despegar la mirada del suelo para no encontrarse con la de otro, q quisiera saludarle o brindarle compasión,  la soledad y la dureza en su carácter eran sus mejores aliados. Tomaba cada viernes el sobre con su pago, pasaba por la tienda del  pueblo compraba lo necesario y ahorraba el resto, ahorraba cada centavo, así lo había hecho desde el inicio, con la firme convicción de q al llegar los 25, abandonaría la choza y el polvoriento pueblo para ir a la ciudad.  Deseaba ser hombre de mundo, conocer los edificios de los q alguna vez le hablo su padre, conocer,  el mundo tenia q ser mas grande q ese diminuto pueblo.

El año transcurrió sin contratiempos, el día por fin llego, Aldo cumplía veinticinco años, el silbato de salida sonó como cada tarde, no así para Aldo, para él era el sonido q marcaba el fin y el inicio, tomo el sobre con su pago y por primera vez levanto la vista al caminar, recorrió las calles con una sonrisa q nadie antes le había visto; al llegar a casa busco bajo la cama el frasco con los ahorros de toda una vida y la caja q guardaba el anacrónico traje de su padre, aseo su cuerpo e intento alinear sus largos cabellos, afeito su  barba y vistió con gran emoción el viejo traje, tomo la garrafa con el combustible y sin titubeo alguno prendió fuego a la choza,    se alejo a toda prisa sin mirar nunca atrás, era su única carta, no sabía que le depararía la suerte, pero estaba seguro de no volver

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